miércoles, 30 de mayo de 2012

Mi padre: ese querido desconocido








Recuerdo su cara, su risa contagiosa,  sus ojos oscuros, grandes, brillantes que podían atravesarte con una mirada. Su voz ronca, lista para la alabanza y para la crítica. Su energía, su curiosidad infatigable, su creatividad y su facilidad para el dibujo. 

Recuerdo la ternura de sus manos grandes y ásperas después de mucho trabajar en el taller donde pasaba la mayor parte de su jornada laboral.

Recuerdo verme sentada en sus rodillas, celebrando su regreso y tocando con mis pequeñas manos su rostro, mientras titubeante trataba de decir todas y cada una de las partes de su cara morena, sonriente:
 
¿Cómo se llama, nena? A ver si lo recuerdas... me preguntaba mi madre expectante.

Yo miraba a mi padre atentamente y él me sonreía desde esa altura inconmensurable que tienen los adultos frente a los niños de corta edad. 

Estábamos en la cocina, él venía de trabajar y mi madre estaba terminando de preparar la cena, pero también  tenían tiempo para mí y el resto de mis hermanos que ahora estaban jugando en la sala de estar.

Yo entonces me concentraba, fruncía el entrecejo intentando encontrar la respuesta correcta a la pregunta y  mis padres aguardaban expectantes.

Titi...titi... respondía yo enseguida feliz por haber dado con la respuesta. 

Se sonreían y mi padre me acariciaba la cabeza que en aquel entonces era de color castaño claro, casi rubio. 

Y sí, claro que me entendían;  quería decir nariz, por supuesto.

Ellos asentían entusiasmados intercambiando miradas de complicidad y orgullo mal disimulado.
Y entre acierto y error, risas y cosquillas nos pasábamos aquellos preciosos minutos. 

Porque después papa tenía que cenar y nosotros teníamos que ir a la cama.

Y me sentía tan feliz. 

Porque sentía mi corazón pequeño inundado de luz y  satisfacción por haber demostrado mi sabiduría infantil de tres años y medio.